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Innovación y sostenibilidad en el urbanismo

Ya se están viendo los cambios de visión; cada vez en el mundo se busca acortar distancias, minimizar los desplazamientos y maximizar los medios de transporte en beneficio de la calidad ambiental de la mano de la productividad económica. ¿Qué le falta a Bogotá para entrar en ese camino?

Enrique Uribe Botero / especial para El Espectador
18 de mayo de 2020 - 11:28 p. m.
El componente vegetal no se tuvo en cuenta al momento de ocupación de los barrios periféricos de Bogotá, la mayoría de las veces ilegal, ni tampoco al legalizarlos. Es hora de corregir estas injusticias.  / Mauricio Alvarado / El Espectador
El componente vegetal no se tuvo en cuenta al momento de ocupación de los barrios periféricos de Bogotá, la mayoría de las veces ilegal, ni tampoco al legalizarlos. Es hora de corregir estas injusticias. / Mauricio Alvarado / El Espectador

Entrada la segunda década del siglo XXI todo parece indicar que la sostenibilidad del planeta será el tema que dominará al menos la primera mitad de esta centuria para la humanidad. En cuanto a la innovación, la verdad es que no entiendo muy bien este concepto, pues desde la fundación de los primeros conglomerados humanos siempre se ha innovado: aparecieron los alfareros, herreros, carpinteros e incluso los artistas que plasmaron su visión del mundo en tallas y pinturas rupestres. Fue en esas incipientes ciudades donde la rueda encontró su utilidad, uno de los descubrimientos más innovadores de la historia de la humanidad.

Ahora bien, es de entender que estas, la innovación y la sostenibilidad, no circulan por diferentes caminos; deben ir de la mano por la senda del desarrollo con igual importancia y dependencia la una de la otra. No fue así en los siglos anteriores. Nos llegó el momento de corregir. Aquí mi propuesta para corregir uno de los grandes errores, si así se pueden llamar, que se ha cometido en Colombia.

Nuestras ciudades históricamente se han construido sobre la depredación y, en no pocos casos, el desconocimiento e incluso el desprecio de las características físicas de los lugares en los que se asientan. Ejemplo emblemático de esto último en Colombia son nuestros cuerpos hídricos, lagos, humedales, ríos, quebradas y escorrentías, que han sido cubiertos para mal construir sobre ellos nuestras ciudades, cuando estos debieron ser determinantes definitivas para la ocupación del territorio. Pareciera que se mal interpretó la voluntad de Felipe II expuesta en las Leyes de Indias para la construcción de ciudades cuando dijo: “Las poblaciones que se hicieren fuera del puerto de mar, en lugares mediterráneos, si pudieren ser en rivera de río navegable será mucha comodidad y procúrese que la ribera que dé a la parte baja del río y aguas debajo de la población se pongan todos los edificios que causen inmundicias.[1]”  A nuestros ríos se les designó, entonces, el uso de cloacas y así se quedó.

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Tampoco han faltado los ejemplos de poblados completos que en las últimas décadas han tenido que ser reubicados por haber sido construidos en terrenos inestables, San Cayetano en Cundinamarca y Gramalote en el norte de Santander, amén de las decenas de barrios y caseríos completos que se han visto sepultados por deslizamientos de tierra. El más emblemático, tal vez, Villa Tina en Medellín en 1987 (más de 500 muertos y 200 desaparecidos), sobre cuyas causas y para evadir responsabilidades se llegó a las más imaginativas, afirmando, entre otras, que fue un polvorín de la guerrilla que estaba escondido en el barrio que al explotar accidentalmente causó la tragedia o que fue una fuente de agua subterránea que buscando salida causó el deslizamiento, fuente de agua que por demás, parece que también quedó sepultada por el alud, pues de esa no se volvió a saber. Eso dijeron las autoridades en su momento sin el menor atisbo de sonrojo.

Y por supuesto, como si fuera coincidencia, en la mayoría los casos, los damnificados han sido los estratos más desfavorecidos de la sociedad, campesinos o migrantes del campo a la ciudad en busca de un mejor futuro.

Esta visión de la construcción de nuestras ciudades durante los últimos cinco siglos quedó atrás. Que no quepa duda de que en nuestro hábitat en el mundo, y no solo en Colombia, habrá un antes y un después del siglo XX. Ya se están viendo los cambios de visión, cada vez en el mundo se busca acortar distancias, minimizar los desplazamientos y maximizar los medios de transporte en beneficio de la calidad ambiental de la mano de la productividad económica.

La peatonalización de las vías dejó de ser una imagen bucólica de las ciudades medioevales en Europa, para ser una seria posibilidad de desplazamiento a la vez que eje comercial, al igual que las ciclo rutas urbanas. En el mundo entero ya es motivo de orgullo medirse por el número de kilómetros de ciclo rutas o vías peatonalizadas en las ciudades.  Colombia no es la excepción.

Sin ser un especialista en ecología, pero sí un buen estudioso del urbanismo y de la arquitectura vegetal, me centraré en estos dos definitivos componentes del hábitat de nuestros congéneres y los animales que conviven con nosotros en la ciudad.

Partamos del principio que “Las plantas son la base de la vida en la tierra. Ellas producen todo el oxígeno de la atmósfera terrestre, proporcionan el alimento y el hábitat que sostiene a todas las criaturas vivientes”[2].  Pero, además de eso y no menos importante, está el hecho que el componente vegetal le da a la ciudad, y por ende a sus habitantes sin discriminación, la elegancia y el placer del jardín, que serán siempre el reflejo del respeto que la ciudad tiene por sus habitantes, los que sumados aportan al equilibrio biológico del lugar, psicológico de quienes lo habitan, y en consecuencia, valorizan el sitio.

Dicho lo anterior, entro en materia y tomo como punto de partida y a manera de ejemplo que, en la última campaña para escoger el alcalde o alcaldesa de Bogotá, hubo candidatos que propusieron claramente sin un mínimo, y subrayo la palabra mínimo, estudio del asunto, que plantarían en Bogotá un millón de árboles.  A este recurrente caballito de batalla electoral, a ningún entrevistador se le ocurrió hacer a los candidatos que esto proponían dos preguntas claves, ya que, de haberlo hecho, los candidatos habrían quedado muy mal parados. Las preguntas son:

  1. ¿Sabe usted qué costo tiene la siembra de un millón de árboles?
  2. ¿En dónde los plantaría? ¿en qué sectores de Bogotá los plantaría?
Le tengo las respuestas.

A la primera: el Jardín Botánico de Bogotá debe estar pagando, en promedio, dependiendo de la especie, el tamaño y el lugar de plantación, cerca de $ 300.000.oo (trescientos mil pesos) por sembrar un árbol;[3] es decir que sembrar un millón costaría $ 300.000.000.000.oo trescientos mil millones de pesos. Para el 2020 el presupuesto del Jardín Botánico de Bogotá es de la astronómica cifra de $ 58.000.000.oo millones.[4] El más alto en la historia de esa entidad.  Más del doble de lo asignado en el año que le sigue en asignación presupuestal.

Y, a la segunda pregunta, la respuesta es más fácil. Si estamos hablando del perímetro urbano, no hay dónde, y aquí la razón de ser de este escrito.  Se me ocurre que estos políticos estarían pensando en los cerros orientales, que, bien o mal, ya tienen una cobertura vegetal. Bienvenido el enriquecimiento de ésta; no obstante, pensaría que no es la prioridad. La prioridad debería ser plantarlos dentro del  perímetro urbano en las localidades que más lo necesitan, por ejemplo Ciudad Bolívar en donde solamente hay 15 árboles por hectárea, contra Chapinero que tiene 50 en la misma área[5].

No se trata de sembrar árboles en donde es posible, se trata de sembrarlos en donde se necesitan. En el hábitat de los seres humanos nada se puede dejar al azar. La arquitectura vegetal es esencial del urbanismo entendido en el sentido mismo de su origen.

El componente vegetal no se tuvo en cuenta al momento de ocupación de los barrios periféricos de Bogotá, la mayoría de las veces ilegal y, lo que es peor,  tampoco se tuvo en cuenta al momento de legalizarlos, responsabilidad esta última del Estado. En conclusión, las calles son estrechas, los andenes no tienen más de 1mt de ancho, como si los habitantes de estos barrios, por el hecho de ser pobres económicamente, ni siquiera tuvieran la posibilidad de caminar en pareja por los andenes o contar con calles y zonas verdes arborizadas, como sí los hay en los barrios objeto de un planeamiento urbanístico. Los requerimientos de calidad ambiental y espacial son universales.

Es hora entonces de corregir estas injusticias. ¿Cómo? De la única manera posible. De la misma manera como se planea la construcción de vías, colegios y demás infraestructura necesaria en donde no hay espacio para ello: adquiriendo predios  y demoliendo manzanas enteras.  Seguro que mi propuesta sorprende y a algunos les parecerá atrevida. ¿Raro no? ¿Desocupar predios para dejarlos “desocupados”? No señores, es definitivo --para la calidad de vida, el medio ambiente y funcionamiento de la ciudad-- integrar el proyecto vegetal, para el caso inexistente, a la composición urbana. Basta un viaje en Transmicable de Ciudad Bolívar para ver desde arriba el paisaje de desierto urbano de estos barrios. Sueño que una parte importante del presupuesto del Jardín Botánico para el 2020 se dedique a un proyecto que lleve a superar esta inequidad urbana y social.

La sostenibilidad ambiental no se puede quedar en el discurso. No podemos seguir esperando a que nuestros barrios y poblados se deslicen para reubicarlos. No se trata sólo de tener en cuenta la arquitectura paisajística  sino también los procesos ecológicos. Los unos tan importantes como los otros.

Si de verdad queremos una ciudad amable, estable y funcional desde todo punto de vista, es indispensable iniciar ya la liberación de las rondas de nuestros cuerpos de agua y recuperación de los que todavía es posible recuperar, para luego seguir con programas de ampliación de andenes y rediseño de la estructura de espacio público que jamás se consideró en la legalización de los barrios y, ni mucho menos, en la ocupación de los mismos. Menos responsabilidad tienen estos últimos, pues finalmente están pasando por encima de los códigos, pero el Estado que los legalizó está en la obligación de normalizarlos y no solamente en el papel como se hizo en su momento. De no hacerlo, el Estado estaría actuando de socio de los urbanizadores piratas que tanto daño han hecho a nuestras ciudades y a nuestra gente. Tú loteas sin servicios, distribuyes “promesas de venta”, entregas lotes y yo te legalizo, te pongo servicios públicos y la mínima infraestructura de servicios posible y juntos estafamos al destinatario final. Como en la pirinola: “todos pierden” o mejor, todos perdemos. ¡Qué negocito!

Por Enrique Uribe Botero / especial para El Espectador

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